OTROS SERMONES

Sermones de La Iglesia de Dios

Oscar Pimentel, Supervisor General de La Iglesia de Dios

“No que ya haya alcanzado, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si alcanzo aquello para lo cual fuí también alcanzado de Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no hago cuenta de haber lo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome á lo que está delante, prosigo al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús” (Fil 3:12-14). Y así es como este mensaje no está escrito desde el punto de vista de que yo ya he alcanzado la perfección. No, tengo un largo camino por recorrer. Sin embargo, prosigo hacia el blanco al premio de la soberana vocación de Dios. Estamos agradecidos de que Cristo Jesús nos haya alcanzado y en este espíritu de gratitud, también nos esforzamos por alcanzar aquello para lo cual fuimos alcanzados por nuestro Salvador.

¡Oh, qué vocación excepcional! Pero ¿qué significa llamado? Se define como un fuerte impulso hacia una forma particular de vida o carrera. Es una vocación, un fuerte sentimiento de idoneidad para una carrera u ocupación particular: el empleo u ocupación principal de una persona, especialmente considerado como particularmente digno y que requiere una gran dedicación. Este es un llamado como ningún otro en el mundo. Es un llamado divino. Dios Mismo coloca este fuerte impulso o sentimiento interno en los corazones. Sí, está por dentro, pero no se queda ahí; se derrama hacia el exterior. A menudo se compara con un fuego ardiente encerrado en los huesos que no permite quedarse quieto (Jeremías 20:9) y conduce a una determinada forma de vida, una profesión que requiere una gran dedicación y que es considerada por los interesados como digna de cualquier costo necesario. ¿Cualquier costo que sea necesario? ¡Oh, sí! Cuando el llamado de Dios viene y es escuchado, sentido y respondido, aquellos que tienen todo que perder y los que no tienen nada que perder responden de la misma manera.

En la Biblia, encontramos que Dios llamó a una variedad de personas de diferentes ámbitos de la vida, desde líderes militares hasta campesinos, desde filósofos hasta pescadores, desde recaudadores de impuestos hasta poetas, desde músicos hasta políticos, desde eruditos hasta pastores. Hoy, Él continúa llamando a muchas personas diferentes, los pobres, los ricos, los eruditos y los ignorantes. No hace acepción de personas. Él llama sin distinción de cultura, color, parentesco o lengua. Y de los miles de millones de personas que caminan por la tierra, Él ha escogido llamar a los ministros de La Iglesia de Dios para hacer Su voluntad, para ser Sus embajadores, para predicar Su Palabra y para ministrar a los necesitados. Nuestro hermano, el apóstol Pablo, amonesta a todos los que son llamados a que “andéis como es digno de la vocación con que sois llamados” (Ef.4:1).

También señaló el tipo de personas que Dios ha llamado para ser Suyas cuando dijo: “Porque mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles; Antes lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar á los sabios; y lo flaco del mundo escogió Dios, para avergonzar lo fuerte; Y lo vil del mundo y lo menos preciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es: Para que ninguna carne se jacte en su presencia” (1Co. 1:26-29).

Meditemos esto por un momento y consideremos los caminos inescrutables de Dios. El Altísimo nos encontró ocupados con la vida y sus cuidados y nos llamó a venir a trabajar para Él. No somos los únicos a los que les ha pasado esto. Caminando junto a la mar de Galilea, Jesús vio a Pedro y Andrés ocupados en echar sus redes y los llamó diciendo: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mt. 4:19). Llamó a Jacobo y Juan, encontrándolos ocupados remendando sus redes. Llamó a Mateo que estaba ocupado en la mesa de los recaudadores de tributos. Saulo de Tarso, por todo lo que era en ese momento y por todo el problema que estaba causando, fue llamado por Cristo (Hechos 9:1-6). El salmista David dijo: “Oh Jehová, Señor nuestro, ¡Cuán grande es tu nombre en toda la tierra, que has puesto tu gloria sobre los cielos!... Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste: Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, Y el hijo del hombre, que lo visites?...Oh Jehová, Señor nuestro, ¡Cuán grande es tu nombre en toda la tierra!” (Sal.8:1, 3, 4, 9). “Alto sobre todas las naciones es Jehová; Sobre los cielos su gloria. ¿Quién como Jehová nuestro Dios, que ha enaltecido su habitación, que se humilla á mirar en el cielo y en la tierra?” (Sal. 113:4-6).

Querido compañero ministro, no elegimos el ministerio; ¡es Dios quien nos ha convocado, Dios quien nos ha llamado! ¡Somos bendecidos, privilegiados y responsables! Pablo agradeció a Cristo que lo capacitó, lo tuvo por fiel y lo puso en el ministerio (1Timoteo 1:12). Para que no olvidemos quién es quién en todo el ámbito de las cosas, Cristo dijo, “No me elegisteis vosotros á mí, mas yo os elegí á vosotros; y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca…” (Jn. 15:16). No es el presidente de los Estados Unidos o de las Naciones Unidas llamando. No ha sido el director ejecutivo de una compañía o nuestro “trabajo ideal” llamando a nuestra puerta y llamándonos. No era nuestra mamá o papá llamando. ¡No fue nuestro pastor quien llamó, ni el Supervisor General, ni siquiera la Iglesia! ¡Hemos sido llamados a un deber particular y a una forma de vida por nada menos que por Dios Mismo! Por lo tanto, la primera lealtad de uno debe ser a Dios (volveré a este pensamiento). Este llamado es una comisión divina de predicar la Palabra de Dios y de realizar todos los deberes que acompañan a este llamado. No tengo ninguna duda, incluso hoy, de que Jesucristo sigue llamando “y á sí á los que él quiso” (Mr. 3:13).

No importa quiénes éramos en nuestra vida precristiana o cuál era nuestra función, posición, ocupación, actividad preferida, oficio, destreza, o línea de trabajo (antes de que fuéramos maravillosamente redimidos por Su sangre), nada de eso se compara en importancia con el llamado incomparable de Dios que descansa sobre nosotros. No importa cuánto tiempo uno haya tenido a Cristo viviendo dentro o qué posición o licencia tenga, ser llamado por Dios, siempre será y siempre ha sido el mejor y más grande llamado. El reconocimiento y la compresión del llamado de Dios son los momentos más importantes en la vida del hombre que nunca deben ser olvidados. ¿Por qué? Porque, como algunos ya lo han experimentado, habrá adversidades nunca imaginadas que pongan a prueba la resolución y la determinación de cada uno para mantener el rumbo, y la revelación de Dios será un ancla para permanecer firme cuando la tormenta se desate.

Cuando David enfrentó la opresión, los terrores, la ira, las desilusiones y el odio del enemigo que lo atacó a través de diferentes medios, se sintió abrumado y comenzó a sentirse como algunos de nosotros nos sentimos ocasionalmente cuando enfrentamos tiempos difíciles. Lo vemos en sus palabras: “¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría. Ciertamente huiría lejos: Moraría en el desierto. Apresuraríame á escapar del viento tempestuoso, de la tempestad” (Sal. 55: 6-8). A veces, algunos se sentirán abrumados. Otros experimentarán el peso aplastante de la responsabilidad que parece casi demasiado para soportar. Algunos incluso sentirán que realmente no saben qué hacer. ¿Qué haremos entonces? ¡Tomaremos la ruta que tomó David! Para nosotros es la única respuesta, y no buscamos otra. ¡Oh sí, “Yo á Dios clamaré; Y Jehová me salvará” (Sal. 55:16)! ¡Esto significa que oraremos y el Señor nos salvará! ¡Ejerceremos la fe incluso antes de ver las cosas que esperamos! “Tarde y mañana y á medio día oraré y clamaré; Y él oirá mi voz” (Sal. 55:17). ¡Oraremos con el conocimiento de que Dios nos escucha y oraremos todo el tiempo que debamos hasta que se dé Su respuesta! “El ha redimido en paz mi alma de la guerra contra mí…” (Sal.55:18). Este puede ser y será nuestro resultado si nos mantenemos en el camino al cual Él nos llama; ¡tendremos la paz que sobrepuja todo entendimiento!

Nosotros, que hemos sido elegidos divinamente, debemos recordar que “Porque sin arrepentimiento son las mercedes y la vocación de Dios” (Ro. 11:29), y que el llamado es aleccionador y debe hacerse con profunda reverencia y sinceridad hacia Dios. Cuando un hombre o una mujer toma en serio esta vocación, su tiempo, talento y preocupación serán consumidos por el llamado. Nada más será de mayor consideración que estar a la altura y sobresalir en el llamado de Dios. Ningún sacrificio es demasiado grande, y ningún esfuerzo o precio es demasiado para cumplir su ministerio. Si deseamos tener éxito en Cristo, no debemos tomar nuestro llamado a la ligera. Debemos ser poseídos por él, respirarlo, soñarlo y vivirlo. Debe ser nuestra vida; debe ser nuestro estilo de vida. En su deseo por Dios, el salmista David dijo, “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía” (Sal.42:1), y “Está mi alma apegada á ti…” (Sal. 63:8). Es con una intensidad similar que los hombre y mujeres piadosos persigue la ocupación de Dios para sus vidas. Con este fuerte deseo de Dios ardiendo en sus almas, ellos pueden superar todos los obstáculos de este mundo y hacer todos los sacrificios para cumplir su santa vocación.

Esto no es solo un “llamado” sino una profesión. El ministerio no es un pasatiempo; es un estilo de vida. Como tal, debemos tomarlo muy en serio, especialmente cuando consideramos a AQUEL que nos ha llamado a esta vocación. El ministro llamado por Dios, que es fiel a su llamado y no desobedece la visión celestial, está convencido de que cualquier otra ocupación, empleo, profesión, trabajo, pasatiempo o propósito palidece en comparación con los dones y el llamado de Dios en su vida. Lograr lo que Dios quiere es la vida de su sangre. Si no hace esto, siente que simplemente morirá. Es como un pez fuera del agua si no está ocupado escuchando y obedeciendo la voz de Dios y haciendo lo que sabe que es su responsabilidad y deber. El ministro indiferente, que nunca o rara vez se preocupa de si está cumpliendo la voluntad de Dios o esforzándose al máximo en su servicio a Dios y al hombre, ofrece razones suficientes para que uno se pregunte si realmente es llamado de Dios.

Jonás eligió ir en la dirección opuesta a su llamado al grado de que las personas que lo rodeaban no tenían idea de quién era, qué representaba, adónde iba, cuál era su propósito, o quién era su Dios, y finalmente le preguntaron, “¿Qué oficio tienes?” (Jon. 1:8). Y así es con cualquier ministro que se niega a hacer su “vocación y elección” (2 P. 1:10).

Sin embargo, cuando el ministro de Dios ha sido capturado por su vocación y observado por quien lo rodean, se le ve como un fuego ardiente. La gente puede ver su “rostro como el rostro de un ángel” porque vive en su llamado. Nadie necesita preguntarse mucho sobre él, la gente lo ama o lo desprecia, pero nadie necesita preguntarse cuál es su ocupación. Isaías dijo: “Y la simiente de ellos será conocida entre las gentes, y sus renuevos en medio de los pueblos; todos los que los vieren, los conocerán, que son simiente bendita de Jehová” (Is. 61:9). Sus relaciones con amigos, conocidos y familiares quedan eclipsadas por su vocación. Aquellas cosas que antes eran las metas, los deseos e incluso las ambiciones de su vida, junto con sus pensamientos actuales, sentimientos, opiniones e ideas se ven ensombrecidos por el reconocimiento y la aceptación del llamado de Dios en su vida. Sus contantes apelaciones a Dios van a lo largo de las líneas “¿Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch. 9:6), “empero no como yo quiero, sino como tú” (Mt.26:39), “Heme aquí, envíame á mí” (Is. 6:8), y “ni estimo mi vida preciosa para mí mismo” (Hch. 20:24). Su meta número uno es terminar su carrera con gozo y el ministerio que ha recibido del Señor Jesús “para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios” (Hch. 20:24).

Él entiende que es un embajador de Cristo y que es el representante personal de Dios en esta tierra para conducir a los hombres al Señor. Sabe que la predicación es sólo una de las principales responsabilidades del ministro de Dios. Debe estar ocupado predicando, pero también tiene la responsabilidad de ministrar a la gente en tiempos de necesidad: enfermedad, dolor y angustia.

Que el Señor nos conceda a todos comprender con profunda sinceridad que ser llamado y elegidos por Dios es haber sido encomendados con la más importante comisión jamás registrada en la historia: ganar a los perdidos y cuidar de Sus ovejas, y que sintamos en nuestros corazones y demostremos con nuestras vidas que no hay nada más inspirador, interesante o serio que cumplir con nuestro ministerio, ¡servir a los demás y agradar a Dios! ¡Debemos abolir la voluntad propia! “Ninguno que milita se embaraza en los negocios de la vida; á fin de agradar á aquel que lo tomó por soldado…haz la obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2 Ti. 2:4; 4:5).

Quédese conmigo por un momento más mientras vuelvo a algo que mencioné anteriormente cuando afirmé que la Iglesia no lo llamó al ministerio. Esto es un hecho. Sin embargo, nos hará bien recordar que cuando Dios nos llama a la Iglesia, espera que estemos bajo el gobierno de la Iglesia. Mientras que la Iglesia no nos llamó, la Iglesia sirve como el agente que reconoce nuestro llamado al ministerio. No hay lugar para un espíritu autónomo de autogobierno y autonomía en La Gran Iglesia de Dios, ¡ella es el gobierno de Dios aquí en la tierra!

No hay lugar para el ministerio de Pimentel o el ministerio de fulano de tal en La Iglesia de Dios. ¡Este es el ministerio de Dios! ¡Esta es la Iglesia de Dios! Como ministros del evangelio de Jesucristo y autorizados por La Iglesia de Dios, todo lo que hacemos es para edificar el Cuerpo de Cristo. ¡Mis esfuerzos se hacen y mi obra se cumple teniendo en cuenta la edificación de La Gran Iglesia de Dios, pero nunca para construir mi propio imperio! No quiero tener mi propio ministerio; ¡No quiero tener nada que ver con nada que desvié la atención de Cristo y Su Iglesia! Estamos sujetos a Cristo, y a Su Cuerpo, la Iglesia.

Concluiré con esto. Recuerde, Dios le llamó al ministerio y no lo dejará solo. “Mas tú, Israel, siervo mío eres, tú, Jacob, á quien yo escogí, simiente de Abraham mi amigo. Porque te tomé de los extremos de la tierra, y de sus principales te llamé, y te dije: Mi siervo eres tú, te escogí, y no te deseché. No temas, que yo soy contigo; no desmayes, que yo soy tu Dios que te esfuerzo: siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia” (Is. 41:8-10).

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