Oscar Pimentel, Supervisor General, La Iglesia de Dios
[Originalmente publicado en La Luz Vespertina de abril 2009]
La palabra único significa raro, no común o habitual, extraño, notable o extraordinario. Raro indica algo de lo que no hay muchos casos y generalmente connota un gran valor. Único e inusual se refieren a lo que no es ordinario y es, por lo tanto, excepcional o notable. En este mundo es raro o inusual hacer algo por nada. Las personas mayores miran atónitos a los jóvenes cuando se les abre una puerta. Cuando se demuestra cortesía y buenos modales, se puede ver una abrumadora mirada de sorpresa en el rostro de la persona a quien se le demostraron. Si los hechos de bondad y respeto no fueran tan pocos, la mayoría de la gente no se sorprendería tanto. Lamento decir que estas cosas se han vuelto más extrañas y raras. Muchos no están dispuestos a renunciar al dinero, tiempo, rango u otras cosas, ni siquiera por el beneficio de su amistad. Pero la prueba más grande de amor es cuando uno está dispuesto a renunciar a la vida para asegurar la vida de un amigo. Jesús dijo, “Nadie tiene mayor amor que este, que ponga alguno su vida por sus amigos” (Jn. 15:13).
Este fue y es un amor que se encuentra sólo en Cristo. Es un tipo de amor notable y extraordinario. ¡Es de gran valor! Este mundo no sabe nada de este amor porque no conoce a Jesús. Sin embargo, aquellos de nosotros que lo hemos aceptado como nuestro Señor y Salvador no solo conocemos este amor, sino que también está derramado en nuestros corazones. Hemos sido llamados a amarnos unos a otros como Él nos ha amado. ¿Quién regalaría todas sus pertenencias, todo lo que posee, incluso sus posesiones más preciadas? ¿Qué pasa con los objetos que nos han sido heredados por generaciones pasadas? ¿Qué hay de aquellas cosas por las que uno ha trabajado duro? Cosas tales como terrenos, casas y carreras. Todas estas cosas son temporales. Existen solo por un tiempo y perecerán algún día. Sin embargo, nos aferramos a ellos y no los dejaríamos ir ni los regalaríamos fácilmente.
Hay mucho que aprender del Autor y Consumador de nuestra fe: “El cual, siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación ser igual á Dios: Sin embargo, se anonadó á sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante á los hombres; Y hallado en la condición como hombre, se humilló á sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil.2:6-8). Él estaba con Dios antes de que existiera el mundo, antes de que fueran creados el sol, la luna y las estrellas, y antes de que Dios soplara aliento de vida en el hombre. Jesucristo estaba con el Padre antes de tiempo. Sin embargo, no vaciló ni tartamudeó cuando, uno podría imaginar, se le preguntó, “¿A quién enviaré, y quién nos irá?” (Is. 6:8). Su respuesta demostrada refleja la de Isaías, “Heme aquí, envíame á mí” (v.8). Cristo Jesús, el hijo de Dios, dejó el cielo y tomó sobre Sí la humilde forma de hombre. Se humilló y dio Su vida por un mundo oscuro y pecador.
¿Alguna vez ha estado en una situación en la que, sin importar cuán amable haya sido o cuánto haya hecho por una persona, esta permanece malagradecida y poco amable con usted? ¿O tal vez entró en contacto con una persona en una tienda que aparentemente tenía el día más largo de la historia y se volvió amargado, cruel e insensible a su amabilidad? Usted sabe inmediatamente, cuando las primeras palabras salen de su boca, que tendría que reunir TODO el amor cristiano que hay en usted para mantener la situación bajo control. Usted usó el tono de voz más agradable, eligió las palabras más amables y sus modales nunca fueron tan pulcros y elegantes. Pero, aun así, no podría hacer nada para cambiar la actitud de esa persona. Cuándo usted ha hecho lo mejor que ha podido y todavía le maltratan, ¿no siente que merece una respuesta mucho mejor? Esto le hace pensar dos veces sobre cómo actuaría la próxima vez que se encuentre en una situación similar.
Mi amigo, Dios no se arrepiente de Su don para la remisión de nuestros pecados. Él nos amó lo suficiente como para enviar a Jesús, Su hijo Unigénito, quien derramó Su corazón y demostró el mayor acto de bondad, a pesar de saber que muchos responderían a Su bondad de una manera cruel y desagradecida. Cuando estábamos atados por el pecado, Dios nos miró a través de los ojos de misericordia y gracia y nos levantó del lodo cenagoso.
“Porque Cristo, cuando aún éramos flacos, á su tiempo murió por los impíos. Ciertamente apenas muere alguno por un justo: con todo podrá ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios encarece su caridad para con nosotros, porque siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:6-8).
Dios dijo, “No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová, y os ha escogido; porque vosotros erais los más pocos de todos los pueblos: Sino porque Jehová os amó, y quiso guardar el juramento que juró á vuestros padres, os ha sacado Jehová con mano fuerte, y os ha rescatado de casa de siervos, de la mano de Faraón, rey de Egipto” (Dt. 7:7, 8). Debe recordarse cómo éramos y dónde estábamos antes de que Cristo viniera a nuestras vidas. Mirar hacia atrás le recordará a alguien cuando estaba perdido en las drogas, la violencia, el alcohol, el adulterio y varios otros pecados. ¿Qué hizo falta para librarlo de esa esclavitud? ¡Sólo la sangre de Cristo! ¿Quién le salvó y le hizo puro? ¡Jesús! Se necesitó un tipo de amor extraordinario, una vida única, para romper las cadenas de la esclavitud que lo mantenían cautivo.
“Sabiendo que habéis sido rescatados de vuestra vana conversación, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro ó plata; Sino con la sangre preciosa de Cristo” (1 P. 1:18, 19). ¡La redención no vino por cosas tan comunes como la plata y el oro, sino por la preciosa sangre de Cristo! ¡Oh, Gloria a Dios! ¡Lo MÁS GRANDE fue dado por lo peor! Jesús tomó nuestro lugar en la cruenta cruz del Calvario. Los pecados del mundo fueron puestos sobre Él. El Hijo Eterno fue ofrecido por las transgresiones del hombre mortal. Pero Su preciosa sangre no sólo fue dada para redimir el alma del hombre, ¡sino también fue derramada como precio de compra para Su Iglesia!
“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is. 55:8, 9). El hombre común no puede entender las cosas espirituales. El hombre carnal no puede entender las cosas del Espíritu. Pablo nos recuerda: “…Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros hemos recibido, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu que es de Dios, para que conozcamos lo que Dios nos ha dado; Lo cual también hablamos, no con doctas palabras de humana sabiduría, mas con doctrina del Espíritu, acomodando lo espiritual á lo espiritual” (1Co. 2:11-13).
Al principio, el Señor hizo que Adam cayera en un sueño profundo y tomó una de sus costillas para hacer a la mujer. De la misma manera, Jesús cayó en un profundo sueño en la cruz para comprar la Iglesia, Su Esposa. ¡De Su costado brotó La Iglesia de Dios! “Empero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y luego salió sangre y agua” (Jn. 19:34).
Adam fue formado del polvo de la tierra. ¡Polvo común de la tierra! Pero Eva se formó de algo que ya existía, algo que ya tenía vida. Asimismo, sólo la preciosa y extraordinaria sangre de Jesús podría comprar a la Iglesia. ¡Ella fue sacada de JESUCRISTO! Ella nos es común, sino divina. El Hijo Eterno estableció la Iglesia: “Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor; Habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos por Jesucristo á sí mismo, según el puro afecto de su voluntad” (Ef. 1:4, 5). ¡Ella no está hecha de un material común! ¡Oh, Gloria a Dios!
Esta es una Iglesia única, “la iglesia del Señor, la cual ganó por su sangre” (Hch. 20:28), compuesta de personas no comunes. “Estando atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperamos; Perseguidos, mas no desamparados; abatidos, mas no perecemos” (2 Co. 4:8, 9). Esta Iglesia única ha sido comisionada para hacer un trabajo poco común. “Por tanto, id, y doctrinad á todos los Gentiles, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo: Enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado: y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” (Mt. 28:19, 20).